Derechos humanos desde el patio del Mejía

Publicado el 5 de abril de 2023 a las 19:39 1 Comentario

Quiero agradecer esta oportunidad de escribir a la comunidad de egresados del Mejía sobre los derechos humanos y su importancia para la sociedad, y hacerlo desde la sencillez y la pedagogía que nos proporciona la vivencia de las aulas compartidas; los amigos entrañables que son hasta ahora nuestros panas del alma; el patio de recreo con sus juegos y actos culturales; los profesores; y, las luchas sociales que se hacían con pensamiento crítico y también con la bronca callejera alimentada de consignas, bloqueos de vías y enfrentamientos con los policías.

Empiezo por contarles que soy de la promoción de 1988, es decir que entré al colegio en 1982, y era el tercer miembro de la familia que tenía el honor y la alegría de vestir la chompa del Mejía, lo habían hecho antes mis tíos Klever y Oscar Vargas, razón por la cual fui un cachorro con padrinos propios.

Todavía recuerdo el día que Oscar y su entrañable amigo Marco Pazmiño me rescataron de los gases lacrimógenos en la esquina de la Arenas y Vargas, creí que me desmayaría, pero el miedo a los tombos pudo más, así que me puse a correr con ellos, al principio jalonado de la chompa y, luego, literalmente, tomado de las manos por ambos, corrí y corrí hasta la esquina norte del estadio del colegio, tenía apenas 12 años, ellos 16.

Cuando estuvimos a salvo encendieron un cigarrillo y me espetaron a la cara una nube de humo tras otra. De regreso a la casa, me explicaron por qué se usa el pañuelo para cubrir la cara, cuándo es bueno tomar agua y cuando no, me enseñaron a leer las señales de las huelgas y a entender cómo se mueven los chapas, para evitar así ser emboscados y capturados. Esta experiencia fue, sin duda, una iniciación de verdad.

Como en toda actividad iniciática, los conocimientos que sostienen la praxis se van adquiriendo poco a poco. Para cuando Febres Cordero asumió la Presidencia de la República en 1984, ya tenía claro que muchos de mis compañeros solo tomaban café y un pan para venir a clases, otros tantos no desayunaban y algunos tenían leche, huevos y sánduche de queso la mayoría de los días en su mesa. Supe también que, el rendimiento académico no se debía a que unos eran inteligentísimos y otros brutos, sino que unos tenían mejores condiciones que otros para aprender.

Pero fue en el edificio del internado, en el aula de cuarto cuarta, que el licenciado Egas con su voz limpia y tranquila, desde su cuidado traje gris y su generosa inteligencia nos habló de las revoluciones de la historia universal, ahí me enteré de que, en 1789 el pueblo francés le disputó a los reyes sus privilegios, estableció los cimientos de todas las democracias modernas y generó una declaración de derechos del hombre basada en tres grandes principios que han iluminado mi vida desde aquel entonces y para siempre: libertad, igualdad y fraternidad.

Este profesor de historia, junto al doctor Armando Aristizábal, al licenciado Manuel López (Manuelito Kant), al Bombillo Lara, al economista Rosero y al sociólogo Trujillo, me enseñaron a pensar; a entender la historia y la realidad social con empatía y compasión por los más desfavorecidos; a usar la palabra, la escritura y las ideas como herramientas para la emancipación. Ellos sembraron en mi el amor a la humanidad y al prójimo, aunque ninguno era religioso, como tampoco lo soy yo.

Desde este laicismo vivo y cotidiano, con el que fui modelado como si fuera arcilla fresca en las aulas y también en los patios del colegio, quisiera contar cómo entiendo los valores que, desde mi perspectiva, subyacen a todos los derechos humanos.

La libertad implica la capacidad de establecer nuestro personal proyecto de vida con autonomía. Para mantener nuestra libertad, los seres humanos intentamos deliberadamente escapar de toda influencia que nos condicione o nos subordine en contra de la propia voluntad; y, para defender nuestra libertad y la de los demás, es deber de todo ser humano que pueda hacerlo, luchar constantemente contra la opresión en todas sus formas, contra los prejuicios, los miedos, la avaricia, la vanidad y los vicios que nos atrapan hasta volvernos sus siervos.

Entiendo que la validez de toda tradición o regla social o jurídica está justificada, y que todas ellas deben ser respetadas, pero, en nombre de la libertad que aprendí en el Mejía, sé que tengo el derecho de ponerlas en cuestión, sobre todo, si tales reglas están destinadas a explotar, excluir, silenciar o aniquilar a cualquier ser humano, para que los poderosos puedan disfrutar con tranquilidad de sus privilegios.

Fue inspirador saber que José Mejía Lequerica, al igual que muchos de los más importantes librepensadores de su época que se reunieron en logias de masones, juraron solemnemente odio eterno a la tiranía y se comprometieron a combatir activamente el uso indebido de todo poder, destinado a apresar arbitrariamente el cuerpo, el pensamiento o la palabra de cualquier persona.

La igualdad en el Mejía la entendí como el reconocimiento incondicional de que todos los seres humanos tenemos exactamente el mismo valor moral, esto es, que todos somos sustancialmente dignos, y que en esa condición podemos siempre reconocernos como iguales en los ojos de los otros, más a allá de nuestras particulares convicciones, sexo, origen, preferencia sexual, posición social, situación económica, edad, estado de salud, o cualquiera otra de las circunstancias y preferencias que nos convierten en seres únicos.

Concurrentemente, entendí que el valor de la igualdad implica que todos los seres humanos debemos disponer de un conjunto básico de bienes, servicios y oportunidades que nos permitan desarrollar nuestras potencialidades y, sobre todo, que nos posibilite realizar el plan de vida que, en uso de nuestra libertad, hemos establecido para nosotros mismos.

Por ello, trabajar por la justicia social es un deber fundamental de cada mejía, esté donde esté, sobre todo si ha llegado a ocupar un lugar en los círculos más altos del poder político, del poder económico o en las más altas jerarquías de las Fuerzas Armadas o la Policía Nacional.

La fraternidad nos recuerda que todos estamos hermanados por el hecho de formar parte de la misma especie, que son muchas más las cosas que nos hacen semejantes que las que nos diferencian, que debemos actuar con el otro de la misma forma en que desearíamos que el otro actúe con nuestros seres más queridos.

Desde esa perspectiva la solidaridad y la tolerancia son las formas básicas de ser fraterno. La solidaridad nos impulsa a romper con el individualismo egoísta, que para desgracia de todos, nos inocula el sistema socio-económico en que hemos crecido. Ser solidario, implica comprender que las oportunidades que ponemos a disposición de los otros tarde o temprano redundan en nuestro beneficio colectivo y que, por tanto, todo bien que proporcionemos a cualquier persona, lleva implícita la posibilidad de contribuir a la realización de una mejor sociedad para todos.

Me gusta pensar que existe un vínculo de profundo afecto entre todos los mejías que nos hermana en todo tiempo y lugar, que este vínculo se exterioriza en la fidelidad a los valores que recibimos en el colegio y la disposición a tratarnos con afecto en toda circunstancia, sin importar si uno u otro tiene un rango mayor en una organización civil o militar, o diferente posición en un determinado contexto social.

Por otra parte, la tolerancia como forma de la fraternidad implica el reconocimiento de la diversidad inherente a la condición humana como algo valioso en sí mismo, que nos permite aprender de los otros, aunque no compartamos sus puntos de vista, sus convicciones o sus creencias. La tolerancia, ha sido a menudo mal interpretada en el sentido de que se cree que ser tolerante equivale a soportar al otro y esforzarse por abstenerse de hacer algo en su contra a pesar de querer hacerlo. Esto sin duda es una distorsión que empequeñece y deforma su alcance.

Desde mi perspectiva, la tolerancia encarna el respeto incondicional al otro. Es en este escenario de respeto que podemos debatir y disentir sin agredir ni incordiar a nadie. Implica también un esfuerzo sincero por entender los argumentos que el otro pone en el debate y plantear nuestras razones con la misma actitud de consideración a los demás.

Cuando ya tenía cierta claridad sobre estas ideas y 16 años, tuve que enfrentarme en la calle a las fuerzas de los que pensaban exactamente lo contrario, en un momento en que la persecución y eliminación selectiva de los miembros de Alfaro Vive Carajo, ordenada por el gobierno y ejecutada principalmente por miembros de la policía, nos hacía sentir la paranoia de que todo estudiante del Mejía era un potencial subversivo.

“Me tuvieron con una venda en los ojos, de rodillas, en un cuarto que hedía a orinas y a mierda. Había gente que paseaba a mi alrededor unas veces con sigilo y otras rápidamente. El estruendo de una puerta de hierro azotándose con fuerza me llenó de miedo hasta el llanto. Tenía dieciséis años, me detuvieron en una manifestación cerca del colegio Mejía, donde estudié el bachillerato. Solo me pegaron unos fuetazos, un par de puñetes y me dijeron: ‘los izquierdistas son el enemigo, y no hay mejor enemigo que el enemigo muerto. No te quiero ver en otra manifestación pendejo’. Y después me soltaron. Eso pasó en octubre de 1986” (testimonio protegido).

 La pedagogía del trompón y el fuete enseña que “el enemigo” solo puede ser alguien al que se quiere y se debe aniquilar. El miedo a ser declarado alguna vez “el enemigo”, hace que pensemos en volvernos invisibles o, por lo menos, imperceptibles para todos los demás. Yo también he sentido ese miedo”[1]

Pero aprendí que el miedo puede ser vencido. Lo aprendí con las canciones de Quilapayún, de Inti Ilimani, de los Parra, de los Tupamaros, de Silvio Rodríguez. Lo aprendí con ese libro hermoso y clandestino que nos pasábamos con discreción: La montaña es algo más que una inmensa estepa verde. Con los poemas de Ernesto Cardenal, los cuentos de Julio Cortázar, los enredados relatos de Borges, la clarividencia de las novelas de Juan Rulfo y Carlos Fuentes. Lo aprendí con la complicidad de los amigotes y los besos de las colegialas. Aprendí, que tener derechos es un derecho, aprendí que pelear por los derechos es un derecho, y supe con certeza que la militancia en los derechos nos hace mejores personas.

Para finalizar quiero contarles, sin mencionar nombres, que tres de mis amigos más queridos del Mejía son militares, otro es comerciante, otro es empleado público y el último es empleado privado. Todos están bien en términos sociales y económicos, y cuatro de los siete que conformamos el grupo, generalmente tienen posiciones contrarias a las luchas sociales y a la defensa de los derechos humanos.

Eso hace que, cuando un estallido social como el levantamiento de octubre de 2019 o el paro nacional de 2022, se vuelven tema de discusión en nuestro grupo de WhatsApp, haya confusión y a veces confrontación de ideas.

Cuando eso sucede, me gusta recordar que para ir al colegio todos teníamos que coger buses atiborrados de gente, que demoraban una infinidad en llegar y volvíamos en los mismos buses a nuestras casas en el sur de la ciudad, perfumados de olor a pueblo. Recuerdo también que compartíamos sin pudor ni asepsia el mote, las empanadas de morocho, las salchipapas y cualquier cosa que se pueda comer o beber. Que nos prestábamos la ropa para ir de fiesta o para salir con alguna chica. Que la gran mayoría de nosotros vivíamos arrendando. Que en una bicicleta podíamos ir hasta cinco. Que muchas de nuestras abuelas usaban chalinas y sombrero.

En esos momentos de confusión me gustaría que mis hermanos del Mejía recuerden de dónde vienen, para así alcanzar a saber quiénes realmente son, y puedan encontrar el sentido de sus propias vidas, tanto en clave individual como colectiva.

Finalmente, quisiera señalar que los derechos humanos pueden ser conceptualizados desde elevadas tesis de filosofía, de derecho o incluso de economía, pero tal como los he vivido yo, a pie de calle, son una vocación sincera por el respeto al prójimo, así como el deseo de que el bienestar se distribuya con equidad, y conllevan una indignación íntima por el sufrimiento y la injusticia que padecen los más débiles.

Los derechos humanos son, en fin de cuentas, la compasión en acto y la fe en la humanidad, son la amistad que nos unió en el patio del Mejía: ahí los amigos jugábamos, hablábamos, comíamos, nos cuidábamos, nos tratábamos como iguales, y lo hacíamos con alegría y con confianza.

[1] JURADO Romel. Derechos Humanos y lucha social, pag. 121, Editorial RutaKrítica, Quito, 2022.

1 Comentario en "Derechos humanos desde el patio del Mejía"

  1. Gino Roldán Palacios · el 9 de abril de 2023 a 08:28 · Responder

    Felicito de todo corazón a mi gran amigo y compañero Romel, muy interesante el artículo y sobretodo los recuerdos y enseñanzas. Solamente quiero dar una explicación sobre el hecho de creer que soy uno de los 4 amigos que tienen una «posición contraria de la lucha social y derechos humanos»: no estoy en contra de la lucha social, soy ex Mejia y la lucha está en mi sangre, de lo que estoy en desacuerdo es que esa lucha social se convierte en ataque a victimas inocentes que siempre es el mismo pueblo, los choferes, comerciantes, peatones, amas de casa, etc. Y que en las últimas «luchas sociales» han sido víctimas de violencia solo por estar en el momento y sito no adecuado, destrucción de patrimonio nacional o privado, eso es lo que no acepto. Sobre los derechos humanos, mi posición es que deben ser derechos para «todos los humanos» como lo dice la declaración universal, pero si al final estos derechos humanos se aplican solo para unos y otros no, termina por si mismo desacreditando su misión igualitaria (no es aplicable para los miembros de la fuerza publica). Finalmente quiero decir que la ensenanza que dejó el haber pasado por las aulas de ese grande y prestigioso Colegio así como los amigos (hermanos de viviencias) que pude tener, determinaron mi futuro y desarrollo personal. Gracias por ese articulo Romelito, siempre serás mi hermano de vivencias.

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